BLANCA Y EL SALVAJE
Blanca
tenía el pelo crespo y los ojos entre verdes y amarillos. Era linda, pero
extraña. Andaba siempre como distraída y casi nunca hablaba. Ni siquiera aquel
día que la Abuela llevó a Blanca y a todos los muchachos a bañarse al Pozo de
las Corales, allá en el monte.
Los muchachos iban adelante preparando con sus
cuchillos las horquetas
para matar las corales que
siempre aparecían cerca del
pozo. Las niñas les
seguían haciéndoles fiesta. Atrás iba Blanca oyendo los ruidos del
monte: los chirridos, los quejidos, las hojas susurrando. De vez en cuando, se
detenía y volteaba porque parecía que alguien la seguía. Unos ojos, una voz,
una sombra entre las hojas reverberando con el sol de la mañana.
Pero
Blanca fue la última en llegar al pozo, la última en sacarse la ropa y la
última en saltar al agua oscura y rumorosa. Y todavía allí, en medio del pozo,
le parecía sentir que alguien la miraba, que alguien la llamaba desde los
árboles altos.
—Es
que en el monte sale el salvaje, que hechiza
a las niñas bonitas — decían las muchachas del pueblo.
Y
Blanca, acurrucada en una piedra donde caía el sol, con el pelo lleno de
gotitas brillantes, veía ojos de tigre y patas de venado cruzando sin ruido por
entre el matorral.
En
eso, un viento caliente sopló y algo se le enredó en el cabello. Se levantó
asustada y de su pelo crespo cayó una flor de bucare 2. Miró hacía arriba. La
alta copa del árbol, lleno de flores rojas, se mecía con el viento. Nada más...
Blanca
no regresó nunca más al pozo, ni volvió a entrar al monte.
—Vamos,
chica, vamos a bañarnos— le decían las muchachas.
—Vamos,
niña— insistía la abuela. Pero Blanca movía nuevamente la cabeza y se quedaba
sola en la casa silenciosa.
—Es
que tiene miedo al salvaje — se burlaban las muchachas.
—No,
no le tengo miedo — respondió Blanca un día, pero nadie la oyó.
Así, pasó el tiempo.
Por
las tardes, Blanca salía al corredor. Se sentaba en la mecedora de la abuela y
miraba a lo lejos, más allá del río, donde comienza el monte tupido. Y con el
vaivén de la mecedora y el fresco pegándole en la cara, recordaba el claroscuro
del monte, y oía otra vez los chirridos y los quejidos y los susurros. Y, si
apretaba los ojos, respiraba cortito, le
parecía también que alguien muy fuerte la elevaba por los troncos, arriba hasta
las ramas más finas desde donde veía el río y el pueblo y su casa, todo lejano
y chiquito.
—¿Qué
le pasa a esta muchacha que está como ida? — Preguntó la abuela una tarde mirando
a Blanca que se mecía sonriendo.
—Nada,
qué le va a pasar... son cosas de la edad— respondió la madre.
— ¿
Y no será que el Salvaje la está vajeando? Porque dicen que vajea a las
muchachas igualito que una tragavenado.
Y cuando están bien bobas, las carga en su espalda greñuda y se las lleva al
monte.
—Son
cosas de la gente. Nadie ha visto al salvaje.
Ni
ruido, ni voces, ni quejidos. Dice la gente que la abuela tenía razón. Que el
Salvaje llegó silencioso, con pisadas de espuma, que se la echó a la espalda,
cruzó el río caminando sobre las aguas y se metió en el monte hasta la casa en
los árboles que había construido para Blanca. Que allí le da de comer frutas y
semillas, que le adorna el pelo con flores y que le lame incesantemente las
plantas de los pies.
Y
nadie sabe si Blanca no regresa porque está débil asustada, a porque no quiere
bajar del árbol embrujado del Salvaje.
Coral:
serpiente venenosa común de Venezuela.
Bucare:
Árbol que mide hasta 20 metros de alto y tiene flores grandes de color anaranjado.
Vajear:
Atontar, hipnotizar.
Tragavenado:
serpiente que alcanza poco más de tres metros de largo.
Uribe
Verónica y Dearden Carmen Diana en
Cuentos de animales fantásticos para niños.
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